Por: Dr. Miguel Rojas Agosto

Médico Familiar y Comunitario

Vivimos tiempos en los que la humanidad parece haber sucumbido ante una pandemia silenciosa: la cultura de lo fácil. Esta se propaga como un virus, a través de pantallas, algoritmos y la aparente comodidad que promete la inmediatez.

La tecnología, que debió acercarnos, ha terminado por separar familias, comunidades y generaciones. Lo que debía ser un puente hacia el conocimiento, se ha transformado en un abismo entre el esfuerzo y el resultado, entre el mérito y el reconocimiento, entre el saber y la fama.

En lugar de ver surgir una generación más crítica, participativa y más sabía que la de nuestros padres y abuelos, estamos presenciando una juventud más distraída, más vacía y menos comprometida con su destino colectivo.

Sin ánimos de señalar a alguien en particular, pero resulta evidente cómo algunos personajes públicos a quienes podríamos llamar apóstoles de la banalidad han sabido capitalizar las debilidades de una sociedad que prefiere el ruido a la reflexión.

Han construido imperios mediáticos exitosos, pero levantados sobre el entretenimiento vacío, donde el mensaje pierde profundidad y el contenido se sacrifica en nombre de la popularidad.

La pregunta que debemos hacernos es clara: ¿qué tipo de sociedad estamos construyendo?

¿Y hacia dónde se dirige la influencia que hoy domina la mente y los valores de las nuevas generaciones?

Hace unos días, un amigo empresario recién estrenado abuelo me confesaba su preocupación por el mundo que recibirá su nieto, porque según me manifestó, no entiende hacia dónde vamos. Lo aterra ver cómo la violencia, la urgencia del éxito sin esfuerzo y el egoísmo se convierten en norma.  Y tiene razón: la empatía se ha vuelto una rareza y el bien común, una idea cada vez más lejana.

Esta llamada “cultura de lo fácil” está moldeando a nuestros jóvenes con una escala de valores distorsionada. Hoy, muchos miden su valía en seguidores, en vistas, en likes, y confunden la fama con la realización y la exposición con el reconocimiento.

Las redes sociales, en lugar de ser herramientas de aprendizaje y conexión, se han transformado en espejos deformantes donde el brillo superficial sustituye al valor real. Puedo vender mi cuerpo en OnlyFans porque hay que hacer la diligencia.

Los jóvenes han sido convencidos de que todo se puede alcanzar sin sacrificio, que el dinero rápido equivale a inteligencia y que la apariencia pesa más que el conocimiento. Así, se está gestando una generación más ansiosa, más competitiva, pero también más frágil emocionalmente.

Una juventud que no tolera el error ni la frustración, porque el sistema les ha enseñado que el éxito debe llegar sin tropiezos.

¿Cómo podemos entonces revertir la degradación?

Todavía podemos corregir el rumbo si apostamos por reeducar desde la verdad, el ejemplo y la conciencia. La sociedad necesita reencontrarse con el valor del trabajo honesto, del esfuerzo y de la dignidad que otorga el saber.

Las escuelas deben enseñar a pensar, no solo a repetir; a razonar, no solo a aprobar. Los medios de comunicación y las plataformas digitales deben asumir su rol como espacios de orientación social, no únicamente como vitrinas del espectáculo.

Pero sobre todo, el cambio debe empezar en los hogares. Las familias son el primer espacio de formación, donde se aprenden la empatía, la disciplina y el respeto.

No podemos pedir una sociedad justa si en casa no enseñamos el valor de compartir, de escuchar y de ayudar.

Amemos la vida. El entretenimiento y la alegría son necesarios, pero no pueden ser el fin último de nuestra existencia. Que prevalezcan la cultura, el conocimiento, el trabajo y la gallardía.

Solo así podremos garantizar que nuestros hijos y nietos hereden una sociedad más humana, más consciente y más digna.

El futuro nos está observando. Depende de nosotros demostrar que aún hay esperanza en medio del ruido.